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YO TAMBIÉN ME QUIERO IR...

                                                            Por Ernesto Moreno Cruz

Esto que escribo es una historia real de un niño al que yo conocí muy bien. Su nombre es Daniel. Era un niño singular porque miraba a los demás como con desprecio y todo el tiempo tenía el ceño fruncido. Como si estuviera enojado. Hablaba poco y era bastante introvertido. En quinto grado, la maestra le había dicho que era necesario "redoblar" esfuerzos porque podía reprobar, que le echara ganas, que se concentrara más en sus estudios y en las tareas ... pero no había resultados. Daniel seguía ensimismado y con un significativo rezago en su aprovechamiento; tal vez por eso no comprendía por qué lo pasaron a sexto año.

Una tarde de primavera del ciclo siguiente, la escuela de Daniel iba a tener un festival muy importante al que asistía mucha gente de la comunidad. Los chicos de sexto grado estaban muy apurados armando el escenario del programa, pero Daniel no asistió. Y no era raro. Él casi nunca participaba en esas cosas.


Al otro día llegó más tarde que de costumbre y se acomodó en su lugar tratando de ocultar las huellas de tristeza y llanto perdurables que había en su rostro. No pudo contar a nadie lo que le pasaba y se encerró en un silencio misterioso que lo acompañaría hasta el fin de ciclo escolar con pésimas calificaciones.


Los llamados a los padres habían sido inútiles y las hermanitas suyas, que iban en grados inferiores, habían desaparecido de la escuela desde el festejo de primavera, del mismo modo que sus eventuales sonrisas, que su paz.


Los maestros del plantel pensaban que los padres eran irresponsables y Daniel flojo e incapaz; sin embargo logró aprobar, más por humanidad que por tener las habilidades o conocimientos que justificaran esta decisión.


Lo que nadie sabía es que Daniel vivía una gran tragedia que hasta ahora decidió compartir con alguien más. La tarde de primavera, después de un historial de golpes, maltratos y gritos de su alcohólico padre, su mamá huyó a la ciudad llevándose a sus hermanitas menores.


Antes de irse, ella había hablado con él y le había dicho que necesitaba irse para buscar un trabajo y vivir mejor. Que se llevaba sólo a las niñas porque necesitaban de su protección.. Le dijo que no podía dejarlas en casa de los abuelos porque ahí vivían puros hombres y que Daniel también lo era, además de ser el mayor y que a los hombres no les pasa nada, por eso podría quedarse. Le pidió que no llorara diciéndole que los hombres son muy valientes y lo consolaba recordándole el gran ca­riño que su abuelo le tenía.


No era necesario ver correr mucho tiempo para entender lo con­trario. La dureza del campo y del carácter de sus tíos; la muerte del abuelo, que era la única persona que le prodigaba cariño; la indiferencia y otras veces las agresiones de su padre, quien desahogaba en él su coraje por los cuestionamientos sociales; ser ayudante de aquí y allá, cargador, albañil, y alternar todo con la escuela hicieron que la madurez tocara abruptamente su puerta.


El pequeño que por ser varón se había considerado que estaría seguro, terminó con una infancia lastimada gravemente, en una vida de soledad y amargura...


Su mamá jamás volvió, pero él en una edad prudente pudo contactarse con ella y visitar de vez en cuando a sus hermanitas. Y es un orgullo decir que Daniel salió adelante pese a sus condiciones.


Su trabajo le permitió concluir la carrera de profesor y seguir estudiando, aunque preguntándose todo el tiempo por qué la tarde de primavera su mamá no escuchó sus argumentos silenciosos, que le decían que no era bastante grande, que en ese momento no deseaba ser niño, que él también se quería ir con ella.
 
Hoy que trabaja en una escuela primaria, encuentra muchos casos como el suyo en las aulas y su experiencia le ha permitido platicar abiertamente con los padres de familia e involucrarlos periódicamente en actividades escolares que les den la oportunidad de hacer conciencia sobre la importancia de permanecer con sus hijos, conocerlos, atender sus necesidades afectivas, escolares, de salud y de todo tipo. Entiende que hablar de equidad de género no es necesariamente hablar de mujeres y niñas desprotegidas. La ausencia de equidad de género también daña a los niños, especialmente cuando se cree que por ser varones no necesitan de protección y cuidados como las niñas.


Ahora que lo pienso, no sé cómo pudo compartir su historia. Tal vez lo ha superado. Le he escuchado decir que no lloró mientras su mamá se despedía, pero lloró lleno de temor por la noche, lloró mucho, porque aunque fuera niño él también la necesitaba. Hoy, agradezco lo que pueda generarse y otras personas puedan hacer gracias a la experiencia de Daniel, porque yo lo conocí muy bien. Daniel soy yo.

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